miércoles, 17 de febrero de 2010

PAZ EN LA TIERRA - en you tube -

CAPITULO XI

LUZ MÍSTICA SOBRE LA GUERRA MUNDIAL
Tercera Parte
PAZ EN LA TIERRA

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Un mundo cansado de guerra, rojo con la sangre de millones, la esperanza de su porvenir y la flor de sus hombres, está lanzando gemidos de agonía y rogando por la paz, no un armisticio, sino una paz eterna, y esforzándose para resolver el problema de llegar a este fin tan anhelado. Pero la gente que trata así de lograr efectos ignora por lo visto la gran causa que provoca la ferocidad de las masas, que estaba escondida apenas bajo una delgadísima capa de civilización antes de estallar en un volcán de destrucción, como lo hemos visto recientemente Hasta que todos comprendan la intima relación entre los alimentos del hombre y su naturaleza, y apliquen su comprensión para dominar las pasiones y desarraigar la ferocidad, no puede haber paz duradera. En las más remotas épocas de la existencia, cuando el hombre en formación actuaba bajo la dirección directa de las Jerarquías divinas, quienes le conducían por los senderos de la evolución, se le facilitaban alimentos de una naturaleza apropiada para desarrollar sus distintos vehículos de un modo ordenado y sistemático, a fin de que estos distintos cuerpos pudiesen formar poco a poco un instrumento compuesto y adecuado para ser el templo de un espíritu que pudiera entrar en él y aprender las lecciones de la vida por medio de encarnaciones sucesivas en cuerpos terrestres de una textura gradualmente más fina. Cinco grandes épocas se pueden observar en el viaje evolucionario del hombre por la Tierra.

En la primera, o Época Polar, lo que ahora es el hombre, no tenia entonces más que un cuerpo denso como los minerales actualmente; el hombre, por consiguiente, era semejante al mineral, y en la Biblia leemos que "Adám fue formado de tierra."

En la segunda, o Época Hiperbórea, fue añadido un cuerpo vital hecho de éter, y el hombre  en formación tenía entonces un cuerpo constituido como lo tienen hoy las plantas; no era precisamente una planta, sino semejante a ella.

Caín, el hombre de aquel tiempo, es descrito como un agricultor; su alimento fue obtenido exclusivamente de los vegetales, porque las plantas contienen más éter que cualquier otra
estructura.

En la tercera, o Época Lemuriana, el hombre desarrolló su cuerpo de deseos, un vehículo de pasiones y emociones, y estaba entonces constituido como un animal. A su dieta se añadió la leche, un producto de animales vivientes, porque esta sustancia permite la mayor acción sobre ella, de las emociones. Abel, el hombre de aquel tiempo, es descrito como pastor de ovejas. No se dice en ninguna parte que soliese matar animales para su alimentación.

En la cuarta, o Época Atlante, se desarrolló la mente, y el cuerpo compuesto se convirtió en
templo de un espíritu interno, es decir, de un ser pensante. Pero los pensamientos destruyen las células de los nervios, destrozan, matan y causan decaimiento, y por esta razón los nuevos alimentos de los atlantes eran los cuerpos de animales muertos. Ellos mataban para comer, y así la Biblia describe al hombre de aquel tiempo como Nemrod, un cazador poderoso.

Consumiendo estos distintos alimentos el hombre descendía cada vez más en la materia; su cuerpo, anteriormente etéreo, formó ahora un esqueleto en su interior y se hizo sólido. Al
mismo tiempo perdió gradualmente su percepción espiritual, pero la memoria del cielo quedó siempre en su pecho, y se daba cuenta de que era un desterrado de su verdadero hogar, el mundo celeste. Para lograr que pudiese olvidar este hecho y dedicarse con atención concentrada a la conquista del mundo material, un nuevo articulo de dieta, el vino, fue añadido en la quinta Época, llamada Aria. Por haberse dado por entero a la satisfacción de beber de este espíritu impostor del alcohol durante los miles de años que han pasado desde el hundimiento de la Atlántida, las razas más adelantadas de la humanidad son también las más ateas y materialistas. Todos son borrachos, porque aunque una persona pudiera decir y con mucha razón, que nunca ha bebido una gota de alcohol en su vida entera, es, sin embargo, un hecho evidente, que el cuerpo en el cual ella funciona desciende de antepasados que durante miles de años han usado y abusado de bebidas alcohólicas. Por esta razón los átomos que componen todos los cuerpos de los occidentales actuales, son incapaces de vibrar del modo necesario para percibir los mundos invisibles, cosa de que eran capaces antes de conocer el vino. De igual modo un niño, aunque alimentado hoy sin carne, aún tiene en su naturaleza algo de la ferocidad de sus antepasados que han venido comiendo carne desde hace un millón de años, aunque en menor grado que los que continúan comiéndola. Así el efecto de la alimentación de carne que fue dada al hombre antiguamente, queda aún arraigado hasta en aquellos que han cesado de ser carnívoros.

No es de extrañar, pues, que los que aún beben vino y comen carné, vuelvan de vez en cuando a cometer actos de salvajismo y demuestren una ferocidad no refrenada por ninguno de los sentimientos más delicados que después de siglos de actuación de lo que llamamos civilización, deberían haber sido cultivados. Mientras los hombres continúen ahogando al espíritu inmortal que llevan dentro de sí mismo por la costumbre de comer carne y beber alcohol, no podrá nunca haber paz duradera en la tierra, porque la ferocidad innata fomentada por esta alimentación se hará notar a intervalos y convertirá los conceptos más altruistas en luchas salvajes, un carnaval de horrendas carnicerías, que aumentarán en intensidad a medida que la inteligencia del hombre evolucione y le capacite para concebir con su mente poderosa métodos de destrucción más diabólicos aún que los que hemos presenciado recientemente.

No es preciso emitir ninguna clase de argumentos para probar que la última guerra ha sido mucho más destructora que cualquier otro conflicto registrado en la historia, porque la lucha ha sido llevada a cabo por hombres de cerebro más bien que por hombres de músculo. La ingeniosidad humana que en tiempos de paz había producido tantas obras útiles, fue sometida al servicio de la destrucción, y se puede afirmar con toda seguridad que si se produce otra guerra dentro de cincuenta o cien años, es muy posible que la tierra quede despoblada. Por esta razón una paz duradera es una absoluta necesidad desde el punto de vista de la preservación de la vida humana, y ninguna persona consciente debe rechazar, sin previo examen, cualquier teoría que se le presente con la tendencia de hacer la guerra imposible, aunque tenga por costumbre el considerar cosa semejante como una teoría o estupidez.

Hay gran cantidad de pruebas de que una dieta carnívora fomenta la ferocidad, pero no podemos ahora entrar en una discusión detallada de este asunto por falta de espacio. Sin embargo, podemos mencionar que todo el mundo conoce el instinto de las fieras y la crueldad de los indios de América que son carnívoros. Por otro lado, la fuerza prodigiosa y la naturaleza dócil del buey, del elefante y del caballo demuestran los efectos de la dieta vegetal sobre los animales, y los pueblos vegetarianos y pacíficos del Oriente son una prueba de la verdad del argumento contra una dieta carnívora que no puede ser defendida con probabilidad de éxito. La alimentación de carne ha fomentado la ingeniosidad humana de un orden inferior en el pasado; pero ahora estamos en el umbral de una nueva edad cuando el sacrificio de la propia persona y el servicio a favor de la humanidad traerán a ésta un gran crecimiento espiritual. La evolución de la mente producirá una sabiduría mucho más profunda de lo que hoy nos podemos imaginar, pero antes de que se pueda inculcarnos esta sabiduría, debemos hacernos inofensivos como palomas, porque de otro modo podríamos emplear este nuevo saber para propósitos egoístas y destructivos que serian una seria amenaza para los demás seres. Para evitar esto es preciso adoptar la dieta vegetariana.

Pero hay vegetarianos y vegetarianos. En Europa las condiciones existentes actualmente fuerzan a la gente a abstenerse de comer carne en su gran mayoría. Pero éstos no son verdaderos vegetarianos, porque anhelan el comer carne en todos los momentos de su vida y notan su falta como una gran molestia y un duro sacrificio. Con el tiempo, naturalmente, ellos acabarían por acostumbrarse a su falta y así se volverán pacíficos y dóciles después de muchas generaciones, pero es evidente que esta no es la clase de vegetarianismo que necesitamos ahora. Hay otros que se abstienen de comer carne por motivos de salud; esto no es más que egoísmo, y muchos entre ellos tendrán probablemente grandes ganas de comer carne en abundancia, como aquellos de las "ollas de carne en Egipto". Su disposición mental no es tampoco adecuada para lograr pronto la desaparición de la ferocidad.

Pero hay una tercera clase que se da cuenta de que toda vida es la vida de Dios y que no se debe causar sufrimientos a ningún ser sensible, y por esta razón se abstienen de comer carne.

Estos son los verdaderos vegetarianos y es obvio que gente de esta clase nunca suscitará una guerra mundial. Todos los verdaderos cristianos serán también vegetarianos por motivos análogos. Entonces la paz en la tierra y una buena voluntad entre los hombres serán hechos positivos; las naciones convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas, acabando así con matanzas, tristezas y sufrimientos, y creando en todas partes vida, amor y felicidad.

Para terminar vamos a citar los inspirados versos de la poetisa Ella Wheeler Wilcox, que son una elocuente llamada a favor de nuestros compañeros mudos, los animales:

"Yo soy la voz de los que no hablan y por mi hablarán los que son mudos, y mi voz resonará en los oídos del mundo hasta el cansancio, hasta que escuche y sepa los errores que comete con los débiles que carecen de palabra.

La misma fuerza formó al gorrión y al hombre, el rey. El Dios del Todo, dio una chispa anímica a todos los seres de pelo o pluma de la tierra. Yo soy el guardián de mis hermanos; yo lucharé por él sus batallas, y haré la defensa del animal y del ave, hasta que el mundo haga las cosas como se debe."

del libro "Enseñanzas de un Iniciado", de Max Heindel


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